¿Quién es el español que ha pasado veinticuatro horas sin
ocuparse una vez siquiera de la inmoralidad que nos devora? "Yo no soy
político -dice uno-, pero sería partidario de cualquier gobierno que nos diera
moralidad". "España está irremisiblemente perdida -observa otro- si
no se moraliza su administración". "A este gobierno (sea cual sea)
-dice un tercero- le matará la inmoralidad". Quiere éste empezar un pleito
y el temor a la inmoralidad le detiene. Piensa aquél proponer al gobierno un
negocio que enriquecería, dice, a una comarca entera, y por la inmoralidad se
retrae.
Al oír tales y tan continuadas lamentaciones, no parece
sino que todos los españoles sintamos hambre de moralidad, y que el gobierno y
la administración sean los únicos que con su inmoralidad nos perturban.
Esos banqueros que, estrujando los últimos restos de la
pública riqueza, doblan y triplican en un mes los capitales que no poseen,
tratando con los gobiernos, son verdaderos Jeremías cuando se conversa sobre
moralidad.
¿Existe verdaderamente tanta inmoralidad como se dice?
¿Es ésta patrimonio exclusivo de la administración y del gobierno? Y la
contestación que nos hemos dado siempre ha sido verdaderamente desconsoladora.
No sólo existe la que se dice, sino mucha más.
Hay inmoralidad en los gobiernos y en la administración,
pero sólo la que hay por todas partes en España; la misma que en el comercio,
que en la bolsa, que en las administraciones de intereses particulares.
Obsérvese que el origen de la mayoría de las grandes fortunas, si no es turbio,
por lo menos no es claro.
España, que es uno de los países de Europa en que hay
menos movimiento comercial e industrial y en que menos se inventa, es sin duda
el país en que se ven más fortunas improvisadas o reunidas en pocos años.
Si se quiere, pues, rebajar la inmoralidad de España al
nivel de la de otras naciones europeas, no hay más camino que fomentar el
negocio decente.
Valentí Almirall 1877
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