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COMISIÓN PERMANENTE
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA
A la at/. de Mons. José A. Martínez Camino, secretario
MADRID
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA
A la at/. de Mons. José A. Martínez Camino, secretario
MADRID
Muy apreciados en el Señor:
Hace unas semanas, en su declaración sobre la
crisis social y económica en que se encuentra sumida España, hablaron también sobre
el deber moral de preservar la unidad española. No debe de ningún secreto para la CEE que su declaración
contrarió a amplios sectores de la
Iglesia catalana y en general de la sociedad catalana.
Yo mismo tuve la intención de escribirles
inmediatamente para mostrarles mi indignación y mi protesta. Sin embargo,
releyendo su nota, advertí, en el último párrafo del Anexo, una recomendación
que me propuse seguir: «Con verdadero
encarecimiento nos dirigimos a todos los miembros de la Iglesia, invitándoles a
elevar oraciones a Dios en favor de la convivencia pacífica y la mayor
solidaridad entre los pueblos de España, por caminos de un diálogo honesto y
generoso, salvaguardando los bienes comunes y reconociendo los derechos propios
de los diferentes pueblos integrados en la unidad histórica y cultural que
llamamos España» (Anexo, n. 76). Y me propuse no desentenderme de ese «diálogo
honesto y generoso» que piden, aportando para ello mi propia reflexión y punto
de vista.
Con esta decidida
actitud, y esperando dejarme guiar por el Espíritu de Jesús, quisiera, sin más,
poner sobre la mesa –y razonar mínimamente– el punto de vista de muchos hermanos
en la fe que legítimamente mantienen una percepción de la realidad que no
encaja con la que los redactores de la nota suponen general –o ampliamente
mayoritaria– en toda la Iglesia
española. Quisiera simplemente exponer otra manera distinta de ver las cosas.
No pretendo demostrar nada y menos entablar una discusión. No pretendo otra
cosa que objetivar (poner sobre la
mesa) la propia subjetividad (mi
manera de ver las cosas). Aunque creo que donde digo «mi manera», podría igualmente
decir «nuestra manera», por la sensación que tengo de que es una visión
mayoritariamente compartida (aunque no exclusiva) en el seno de nuestras
comunidades cristianas en Cataluña.
Quisiera que esta comunicación fraterna se
contuviera dentro de los márgenes de la prudencia en cuanto a la extensión.
Por lo mismo me limitaré a reflejar ante Uds. las resonancias o connotaciones
que suelen tener entre nosotros, en Cataluña, tres conceptos que aparecen en su
documento y que, como espero dejar claro, no son entendidas por todos en el
mismo sentido en que Uds. las presentan. Estos conceptos son: 1) Nación, 2)
Unidad y 3) Solidaridad, para acabar con una confesión personal.
1. La «Nación»
Hablan Uds. en su
documento de la «larga historia de unidad cultural y política de esa antigua
nación que es España». No lo dudo. Esa antigua nación que es España, tiene,
ciertamente una larga historia de unidad cultural y política. La complicación
llega cuando, al hablar la CEE
de «nación», deja entender que es «la» única
nación, mientras que para nosotros se refiere a «una» nación, junto a la cual
hay por lo menos otra, la nuestra, a la que se le niega el pan y la sal. El
problema no es «España» en cuanto tal, sino «esa» España, «ese modelo» de
España –de matriz castellana– que se nos quiere imponer. Entendemos que al usar
ese lenguaje la CEE
se desentiende de una posible interpretación «plural» de la Constitución y ha
optado por una concepción unitaria de España. Esta opción supone a nuestro
entender una concepción exclusiva y excluyente de España: somos muchos los que
quedamos fuera de «esa» España.
Los catalanes creemos que somos una nación. Pero desde Madrid se nos
dice que de eso, nada. No deja de ser curioso que sean otros –y no nosotros
mismos– quienes pretendan definir y de hecho imponernos nuestra propia
identidad… Algo falla cuando alguien se empeña en enseñarnos historia para
abrirnos los ojos y decirnos «lo que somos»…
Yo me pregunto y les pregunto: ¿Cuándo ha dejado Cataluña de ser nación? Las
Cortes de Cataluña, existen ya el año 1214, y constituyen
el Parlamento legislativo o normativo más antiguo de la Europa continental; más
antiguo que el Parlamento de Inglaterra, que data del 1265. El pueblo de
Cataluña siempre se ha considerado a sí mismo «nación». Y
en el concierto histórico de naciones era considerada como tal, hasta que la
derrota sufrida por Cataluña en la
Guerra de Sucesión (1714) motivó que la parte vencedora, y en adelante dominadora, le negara el reconocimiento
oficial de nación de que hasta entonces había gozado.
Ningún catalán que aspire a un conocimiento crítico
y documentado de su propia historia, desconoce hoy –por muy secreta que fuera– la
«Instrucción secreta» que el
fiscal del Consejo de Castilla, don José Rodrigo Villalpando, cursó a los
Corregidores del Principado de Cataluña el 29 de enero de 1716. En ella les
decía:
[...] «La
importancia de hacer uniforme la lengua se ha reconocido siempre por grande, y
es señal de la dominación o superioridad de los Príncipes o naciones, ya sea
porque la dependencia o adulación quieren complacer o lisonjear, afectando otra
naturaleza con la semejanza del idioma, o ya sea porque la sujeción obliga con
la fuerza [...] Pero como a cada Nación parece que señaló la Naturaleza su idioma
particular, tiene en esto mucho que vencer al arte y se necesita de algún
tiempo para lograrlo, y más cuando el
genio de la Nación
como el de los Catalanes es tenaz, altivo y amante de las cosas de su País,
y por eso parece conveniente dar sobre esto instrucciones y providencias muy
templadas y disimuladas, de manera que se consiga el efecto sin que se note el
cuidado» [...].
A nadie se le escapa el peculiar espíritu que
respiran las disposiciones de la «Instrucción secreta». Llámesele como se quiera, pero de hecho se trata de un nacionalismo
expansionista y asimilador, como aplicación concreta del consejo que daba el
Conde-Duque de Olivares en su Gran Memorial cuando le recomendaba: «Trabaje y piense con
consejo mudado y secreto, por reducir estos reinos de que se compone España, al
estilo y leyes de Castilla sin ninguna diferencia».
Por otra parte la política lingüística de Don
José Rodrigo de Villalpando sería ratificada y teorizada pocos años más tarde
por Benito Jerónimo Feijoo, cuando afirmaba: «La
introducción del lenguaje forastero es nota indeleble de haber sido vencida la Nación, a quien se despojó
de su antiguo idioma. Primero se quita a un Reino la libertad, que el idioma.» (Teatro crítico universal, Tomo I, Disc. XV, V)
Es posible que se me achaque ir a buscar la
historia muy lejos. Y yo respondo que «de aquellos polvos, esos lodos». Aunque,
para mejor expresar la situación y el proceso, tal vez, nos resulte más
adecuado el refrán equivalente en lengua catalana: «Cada
gota fa el seu fang». Es decir, cada ley, cada
decreto limitador surge su efecto. Efecto que se va sedimentando. A lo largo de
los tres últimos siglos, todos los poderes públicos españoles han sido unánimes
en aquella decisión inicial: «sostenella y no
enmendalla».
¿Nacionalismo o nacionalismos?
Si no hay acuerdo a la hora de definir el
sujeto de la «nación», menos la habrá a la hora de definir una realidad tan
compleja como el «nacionalismo».
Pero tenemos, a mi entender, un punto de
acuerdo en el desacuerdo. Distinguimos entre «estado» y «nación». Damos a «nación»
una carga cultural, social: «Conjunto de personas de
un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una
tradición común» (Diccionario RAE, s.v. ‘nación’,
acepción 4), mientras que reservamos para la palabra «estado» todo el aparato
político, organizativo, gobernativo.
Es nacionalismo todo intento por conseguir que
«estado» y «nación» logren ser realidades coextensivas, es decir, que a donde
llegue una llegue la otra. Por lo mismo, y según sea la situación vigente que
se tome como punto de partida, se comprende que los nacionalismos puedan tener dos
objetivos de signo contrario: o que «un estado» consiga ser «una nación», o que
«una nación» consiga ser «un estado».
De lo dicho es fácil deducir que en España se
dan dos nacionalismos antagónicos…: el
nacionalismo de un Estado («España»), que quiere reducir la totalidad de la
ciudadanía a la uniformidad de una sola nación (con matriz castellana), y el nacionalismo de una Nación (Cataluña)
que pretende conseguir un Estado para proteger su nación de incesantes y
seculares amenazas asimiladoras.
Insisto una vez más
en mi propósito de exponer «objetivamente» nuestra visión, lógicamente
«subjetiva», de las cosas, del mismo modo que no puede dejar de ser «subjetiva» la que Ustedes
«objetivan» en el documento. No olvidemos aquella definición irónica, pero real,
de «ideología»: «Es aquella visión interesadamente deformada de la
realidad que los otros acostumbran a
tener»…
Se dan, pues, dos nacionalismos antagónicos…, pero
enfrentados en lucha desigual. A la vista de los resultados, y ante la
historia, aparece claro que el único nacionalismo que cuenta, y que merece
llamarse tal, es el nacionalismo de Estado, ya que es el único que tiene en sus
manos todas las «armas» útiles para conseguir su objetivo: leyes, tribunales,
medios de comunicación, burocracia, ejércitos. Por si esto fuera poco, el poder
uniformador del Estado puede lograr fácilmente –y sólo él lo puede lograr «sin
que se note el cuidado»– el certificado de «normal»: al amparo de esa forzada
«normalidad», se considera «normal» todo acto nacionalmente asimilador ejercido
por el Estado. Es, por lo mismo, un nacionalismo «no dicho», un nacionalismo
opaco, ya que no precisa, ni tampoco le conviene, presentarse como
«nacionalista»: sencillamente, ellos –el Gobierno, el Estado– representan el
poder «nacional», y no un contubernio nacionalista cualquiera. Ese
«nacionalismo no confesado» se quiere presentar como «no-nacionalismo», pero le
sucede lo que al mal aliento: lo notan los demás…
Los nacionalismos van siempre a pares. Y cada par
se compone de nacionalismos de signo contrario. Está, en primer lugar, el nacionalismo de Estado que es, por definición,
agresivo, laminador, asimilador, poderoso y, como decía antes, opaco. Si no existiera
ese nacionalismo de Estado, no tendría razón de ser la respuesta al mismo que
suele ser el nacionalismo de Nación (no
Estado): ese nacionalismo no puede ser más que defensivo, reivindicativo… y, a
la postre, impotente. Comparado con el nacionalismo de Estado, que es el único eficiente,
cualquier nacionalismo de Nación que se reivindique, nunca podrá superar la
condición de aprendiz. Desprovisto como está de las «armas» poderosas y
discretas que sólo el nacionalismo agresivo de Estado puede manejar, el
nacionalismo defensivo de Nación será siempre incapaz de «conseguir el efecto
sin que se note el cuidado»…
2. La «unidad»
Podemos leer en su documento: «Se debe preservar el bien de la unidad, al
mismo tiempo que el de la rica diversidad de los pueblos de España». Es
ésta una frase de una gran belleza retórica, pero que en la concreta realidad cotidiana
se nos muestra como un oxímoron. Unidad y diversidad son, de hecho, dos
realidades irreconciliables en la
España constitucional de hoy: de hecho, la única relación
real y constitucional que entre ambas se puede dar hoy, es sólo una relación de
proporción inversa…
Evidentemente, el problema no radica en «la
unidad», ya que «la» unidad solo existe en los manuales teóricos. Lo que realmente
existe es «una» (forma de) unidad concreta (entre muchas posibles). Personalmente
estoy de acuerdo con su afirmación de que «la unidad» (abstracta) es un bien
moral. Pero el modelo concreto de unidad que sufrimos, yo lo percibo como un
mal, porque a mí me perjudica: se me invita «al bien moral» de una unidad, pero
se me exige previamente que renuncie a una identidad cultural. ¿Cómo puedo
estar de acuerdo con una unidad de la que positivamente me siento excluido? Nos
duele constatar que esta «unidad / uniformidad» se consigue a base de laminar
una minoría cultural, la nuestra, a la que se le niega el estatuto de tal. Se
consigue a base de excluir a los que no se ajustan a la matriz oficial, a los
diferentes. Tiempos hubo, y no muy lejanos, en que alguien se atrevió a hablar
de una «España plural». Hoy en día, esta afirmación suena a herética. Es más.
Desde hace unas semanas, el PP nos está recordando machaconamente que «Cataluña
es plural». España, no.
«La rica diversidad de los pueblos de España»…
Es ésta una de las frases que más solemos
escuchar… y es también una de las que más nos indigna. Por retórica, por huera
y, las más de las veces, por hipócrita. Porque abundan las lisonjas baratas allí
donde no hay voluntad de promover reales actuaciones pro-activas, o cuando lo
que se pretende es disimular actuaciones represivas. ¡Que de todo ha habido!
Porque, si dejamos de lado las grandilocuentes
declaraciones que defienden la gran riqueza (teórica) de la diversidad, y nos
ceñimos a los hechos concretos: leyes, presupuestos, políticas… ¿alguien puede
presentar una lista, por breve que sea, que demuestre que los políticos españoles
de cualquier signo hayan favorecido las peculiaridades de los pueblos que no
están configurados históricamente según la matriz castellana? Cataluña aporta
el 19,6 % del presupuesto del Instituto Cervantes, pero tiene que pagar de su bolsillo
cualquier atención o promoción de su propia lengua. No olvidemos que la lengua
es una muestra de esa « rica diversidad de los pueblos de España» de que
ustedes hablan en su documento. Rica, sí. Y costosa, también.
Por lo que respecta a la relación unidad / diversidad, me siento en la
fraterna obligación de señalar el sentimiento generalizado que tenemos en
Cataluña de que tradicionalmente ha habido y hay poca o nula colaboración por
parte de la Iglesia
Española (castellana) en el cuidado –y ya no digamos
promoción– de esa diversidad que tan bellamente elogian. O si prefieren en lenguaje
inverso: en Cataluña se tiene la sensación de que la Iglesia Española
ha mantenido tradicionalmente una colaboración excesivamente celosa con el
poder central en su empeño por reducir la diversidad cultural dentro del reino.
Tres siglos de experiencia ininterrumpida abren los ojos al más obcecado: la mayoría de los obispos (no catalanes)
impuestos a las diócesis catalanas se han mostrado más celosos por
construir el reino de su señor rey, que por
ponerse al servicio del Reino de Dios. He dicho la «mayoría», y no he dicho «todos»,
porque sería injusto no reconocer que excepcionalmente ha habido obispos
identificados con el pueblo a que habían sido destinados y no sólo con el
pueblo de que procedían. Dicho esto, incluyo una pequeña muestra de lo que fue
tónica general:
Por el Decreto de Nueva Planta (1715) Felipe V
suprime el «privilegio de extranjería», que él mismo había aprobado quince años
atrás y por el que se establecía que «los estranjeros no puedan obtener
beneficios ni oficios eclesiásticos en Cataluña».[1]
En 1715 suprimió esa limitación. Los episcopologios y abaciologios dan fe del
celo y de la presteza con que a partir de aquel momento se aprovecharon las
nuevas oportunidades legislativas…
«Amonestamos a todos los Predicadores
(atendido el mandato de Nuestro Rey que Dios guarde) procuren que se extienda
la lengua castellana, predicando en ella, a lo menos, los sermones Panegíricos.»
(Decreto del obispo de Vic, fray Bartolomé de Sarmentero, 10 de diciembre
de 1769.)
A principios del siglo pasado, dos exgobernadores civiles en provincias
catalanas, José Martos O’Neale y Julio
Amado (ése, además, periodista) escribieron un libro sobre su
experiencia política en Cataluña: Peligro nacional.
Estudios e impresiones sobre el catalanismo, Madrid 1901, y en él aconsejaban «confiar
los intereses de la Iglesia
en Cataluña y la dirección de las conciencias cristianas, como así mismo la
propagación y conservación de la fe católica, a obispos y sacerdotes de otras
provincias españolas» (p. 183-184). Como es fácil entender, no se trataba
de consejos para que se empezara a actuar de aquel modo… sino para que no se
dejara de hacer ¡lo que se estaba practicando desde hacía más de dos siglos![2]
Personalmente, me gustaría poder encontrar
razones para agradecer a la
Iglesia española, a sus obispos, una actitud ante la
diversidad, ante las diferencias, que pudiera ser reconocida de algún modo como
distinta a la política asimiladora de los políticos, una actitud que fuese de
verdad cristiana, en una palabra. Y he de confesar que no las hallo. Y lo
lamento. Porque creo que la fe cristiana –experimentada y vivida como fuente de
libertad y de comunión– ha de ser una fe «normativa», es decir, ha de llegar a
configurar toda nuestra vida y todo nuestro ser. Ello significa que si, por un
lado creemos que hemos sido creados «a imagen y semejanza de Dios» y por otro
creemos que este Dios nos ha sido revelado como Trinidad, nuestra vida
cristiana tiene que configurarse a la imagen del Dios trinidad, que realiza la
unidad no eliminando las diferencias sino integrándolas en la unidad. Aconsejo
prestar atención al libro del teólogo francés Christian
Duquoc, Dios
diferente. Ensayo sobre la simbólica trinitaria. (Sígueme.
Salamanca 1978, 119 pp.), y más en concreto al capítulo 6 («Dejar a Dios en libertad») y a la Conclusión.
Ahí leemos, por ejemplo:
«Entendemos aquellas palabras de san Pablo:
“Ya no hay ni griegos ni judíos...”
como si Cristo hubiera acabado con los griegos y con los judíos. Pero lo que
hace Cristo es confirmarlos en sus diferencias. Lo que ha abolido ha sido la “lucha
a muerte” por la unidad» (p. 119).
3. La solidaridad
A propósito de la solidaridad, repetiría lo
mismo que he dicho antes a propósito de la unidad. «La» solidaridad como
síntesis de todas las virtudes no existe más que en la teoría. Lo que existen
son las solidaridades concretas, con unas condiciones básicas para que se
puedan considerar mínimamente solidaridades y unos condicionantes concretos que
impiden que cualquier solidaridad concreta pueda ser considerada una solidaridad
«ideal».
Hay algunas condiciones básicas para que una
situación social de compartición se pueda considerar solidaridad. Es necesario,
per ejemplo, que la solidaridad sea voluntaria, que sea razonable y que sea
transparente. Y nada de esto encontramos en el reparto económico entre las
autonomías de España.
En la propuesta de Pacto Fiscal que aprobó el Parlament catalán, y que Rajoy rechazó, se
tenía positivamente en cuenta una cuota explícita de solidaridad: proponía, eso
sí, que esa solidaridad se moviera dentro de unos límites democráticamente
pactados, razonables y transparentes. Sólo así podría se podría hablar de
solidaridad, lo cual no sucede con el modelo actual: todo se concreta en unas
aportaciones económicas no pactadas, no razonables y no transparentes. Y ya se
sabe que donde no hay trasparencia, cada cual puede decir lo que le venga en
gana sin que nadie le pueda contradecir.
Para empezar no hay transparencia. Cataluña es una de las que más aportan, y, sin
embargo, a los catalanes se nos cuelga el estigma de insolidarios. Y uno
empieza ya a estar harto. Es cierto que
en 2008 se publicaron las llamadas «balanzas fiscales» como un primer intento
de transparencia, pero fue fácil encontrar excusas para no darle continuidad.
¿Es mucho pedir que haya transparencia?
Se me dirá que es una apreciación subjetiva,
pero los catalanes que hemos leído y entendido mínimamente las balanzas
fiscales, las publicadas oficialmente o no, vemos que –comparativamente con lo
que es práctica común en otros países– la cuota de solidaridad que se impone a
Cataluña es desproporcionada y se traduce en índices crecientes de pobreza en
Cataluña. En Alemania la cuota máxima de solidaridad entre estados (länder) es del 4%, mientras que para
Cataluña es del 8,7 % y para Baleares del 14,2 % (datos oficiales de 2008)…
¿Es mucho pedir que la cuota de solidaridad
sea razonable? ¿Es razonable que una cuota claramente generosa en un inicio, se
perpetúe de forma indefinida y fomente sociedades subsidiadas? ¿Es razonable
que la cuota de solidaridad redunde en detrimento de quien la aporta, hasta el
punto de reducir su nivel de vida, o hasta el punto de tener que ver como
comunidades subsidiadas se permiten «lujos» que las comunidades subsidiantes no
se pueden permitir? ¿Es razonable que no se pueda hablar de todo ello, poniendo
los números sobre la mesa?
4. Mi propia experiencia personal
En la
última década ha ido aumentando progresivamente el número de ciudadanos de
Cataluña que se afirman soberanistas y expresan abiertamente su deseo –y su
esperanza– de dejar de vivir sometidos a España. Creo que mi propia experiencia
se funde como una más en ese creciente colectivo estadístico. De ahí que
considere importante brindarles una muestra que se podría repetir hasta la
saciedad sin cambios significativos. Hay un sentimiento general de
agradecimiento hacia los políticos «de Madrid», cuyo engreimiento nos ha
abierto finalmente los ojos incluso a los políticamente cecucientes: «Se puede
engañar a una persona una infinidad de veces. Se puede engañar a una infinidad
de personas una vez. No se puede engañar a una infinidad de personas una
infinidad de veces».
Si al filo
del cambio de siglo, alguien me hubiese predicho que yo iba a acabar afirmándome
soberanista, no le hubiera hecho ningún caso y me hubiera echado a reír.
Nací en
1940, acabada la Guerra
civil. Años más tarde supe que el mismo día en que yo nací, se publicaba un
decreto (uno más) prohibiendo a los maestros la enseñanza de mi lengua en la
escuela, con la amenaza de multas más que respetables para quienes usasen el
catalán y advirtiendo que «pruebas prima
facie serán suficientes».
La primera
información acerca de la represión contra mi lengua y mi cultura, me llegó
cuando yo tendría unos veinte años. Concretamente fue en un período en que, una
vez acabados los estudios de filosofía y poco antes de ir a cursar mis estudios
teológicos en Salamanca, viví un par de años fuera del seminario. La primera
lectura que me abrió los ojos fue un dosier presentado ante la ONU en el que se acusaba de
genocidio cultural el régimen del general Franco: las pruebas documentales eran
abrumadoras. Yo desconocía todo lo que allí se documentaba. Aquella lectura, y
otras que siguieron, hicieron de mí un convencido «catalanista»: me limitaba a
cultivar con mayor esmero aquello que, según iba viendo, otros despreciaban y
conculcaban.
Y, a pesar
de ello, yo seguí creyendo en la posibilidad de una España en la que pudiéramos
caber todos y en la que todos nos respetaríamos a todos. Jamás he entendido
cómo la simple presentación o exposición de lo que considero mi propia
identidad pueda ser interpretada como una agresión por mi interlocutor. Por mi
parte, cuidaba de alimentar mi espíritu y mi mente con la lectura de autores que
me permitieran mantener y avivar aquellas actitudes. Concretamente, por
aquellos años, devoraba los libros y los escritos del malogrado historiador
Jaume Vicens i Vives, hasta el punto que su muerte prematura (1960) la sentí durante
un tiempo como una orfandad intelectual… Con él, yo también creía, ilusionado,
que en España cabíamos todos, sin que nadie tuviera que renunciar a nada. El
hecho de haber vivido unos años en Centroeuropa por razón de mis estudios,
reafirmó en mí esa manera de ver las cosas. Y con este espíritu celebré el
final del franquismo y voté la
Constitución ya que creía encontrar en ella un camino abierto
–y por fin legal– para todo aquello que esperaba: una España plural y abierta, segura
de sí misma, que ya no interpretara las diferencias como amenazas, sino que las
valorara como una riqueza común, etc.
Así lo he venido
pensado prácticamente durante toda mi vida: las diversas contrariedades y
contradicciones políticas con que hemos ido tropezando a lo largo de esos años
(23-F, LOFCA, LOAPA…), no pasaban de ser peripecias ocasionales que, por más
que iban lastrando la marcha, no conseguían tirar por tierra mi visión primera.
Hasta que
llegó la segunda legislatura de Aznar, aquella en que obtuvo una mayoría
absoluta. Allí empezó mi crisis política, porque allí empecé a ver claro: iba
viendo, cada día con más nitidez, que aquella España que yo había imaginado y
esperaba –«una España no excluyente y no asimiladora, desprendida por fin de la
matriz castellana del pasado, una España democrática, abierta y plural en la
que todos pudiéramos tener cabida»– aquella España, la veía cada vez más alejada
de la realidad. Día a día iba creciendo en mí el convencimiento de sentirme
estafado: a medida que pasaban los días, iba descubriendo que mi ilusión de
ilusionado se estaba mostrando como lo que realmente era: una ilusión de iluso.
Y, sin
embargo, hoy en día me parece incomprensible que aquella crisis no pasara en mí
de ser una crisis: las dudas que me acuciaban iban siendo cada día más
numerosas y más agudas. Pero no las veía aún como una ruptura. Hasta que
finalmente la ruptura llegó… cuando alguien me hizo caer la venda de los ojos. Y
ese «alguien» fue, ni más ni menos que el Tribunal Constitucional. Desde
entonces le estoy sumamente agradecido, por haberme hablado claro de una vez. Yo,
personalmente, interpreté así su sentencia sobre el Estatuto de Cataluña: «Perded toda esperanza lo que esperabais
otra cosa. España es lo que nosotros decidimos. No lo que vosotros queréis.
Vosotros limitaos a pagar los impuestos. Y no hay más. Ahora, no nos vengáis
con monsergas, que llegaríamos tarde a los toros».
Más claro,
¡agua! Nosotros, los catalanes, no teníamos nada que decir, nada que aportar y
nada que hacer allí: si una afirmación de Cataluña se interpretaba como un
ataque a España, algo estaba fallando. Sentí que el Tribunal Constitucional –juez
y parte en la causa– me excluía de una España en la que durante tantos años
había creído… Me había imaginado una España más amplia, más libre y más moderna,
pero veía que sus horizontes seguían tan pequeños, limitados y pueblerinos como
en el pasado. Y con la misma actitud del que: «desprecia
cuanto ignora» y «usa la cabeza solo para
embestir», que ya Machado había denunciado en
el pasado.
Los
representantes españoles, políticos y eclesiásticos, se llenan la boca hablando
de diálogo. Pero nunca han dado un paso para propiciarlo. Ante las quejas tradicionales
de un pueblo que tradicionalmente se siente mal tratado, no han sabido dar otra
respuesta que la tradicional y machacona cantilena del «victimismo» o
«llorones»…
No quisiera
acabar esta fraterna confesión sin insistir de nuevo en el capítulo de los
agradecimientos hacia aquellas personas, grupos o entidades que o bien nos han
abierto los ojos ante la realidad política o bien nos están confirmando en la
bondad de la decisión tomada. En este capítulo ocupa un lugar señalado la Conferencia Episcopal
Española. Sus escritos cantando las excelencias de la España única, unida y
oficial han surtido efecto, ciertamente,… aunque tal vez no el que esperaban
los firmantes de los sucesivos documentos. Los impulsores de la causa
soberanista les están sumamente agradecidos por su aportación. Yo,
personalmente, hubiera esperado de ustedes y les habría agradecido algo
distinto: hubiera deseado que la doctrina que pretendían impartir hubiese sido algo
más eclesial y algo menos española, o que en vez de citar solo (y aun de forma
fragmentaria y fuera de contexto) unas palabras del Papa
Juan Pablo II a los Obispos italianos a propósito del separatismo (se ve a
todas luces que es la única cita que tienen), hubieran citado, por ejemplo, el
discurso del mismo Papa ante las Naciones Unidas, o la encíclica Mater et magistra, o el Compendio de Doctrina social de la Iglesia, que para otros
temas no se les cae de las manos. Allí habrían encontrado doctrina sobre el
derecho de los pueblos, sobre las minorías culturares, sobre el ejercicio de
derecho de autodeterminación… La verdad, da la sensación de que andan un poco
perplejos en ese campo del magisterio. En caso de necesidad, no lo duden: tenemos
por acá buenos especialistas en el tema que les podrían proponer centenares de
textos de magisterio que enseñan una doctrina muy distinta de la que ustedes
pretenden enseñar.
En fin, y
para acabar, confieso que globalmente me llena de tristeza la situación presente.
Nunca hubiera querido llegar a ella. Pero, hoy por hoy no se nos ofrece ninguna
alternativa razonable: la única que se nos brinda –discursos aparte– es ésta: o
renunciáis a vuestra identidad catalana, y entonces seréis unos españoles más,
o bien os empecináis en mantener vuestra cultura, vuestra lengua, vuestra
historia y vuestra identidad y entonces seréis de por vida «españoles de
segunda». ¿Tiene algún sentido que Cataluña aporte al conjunto de España el
19,6 % de la riqueza global, y que no pueda aspirar a tener la más mínima cuota
de decisión política en el conjunto?
Así lo
siento y así lo expreso. Sin acritud. Sin resentimiento y sin animadversión
para con nadie. Tampoco para con ustedes, señores obispos. Pero sí con esta
sombra de tristeza de quien cree que las cosas hubieran podido ser distintas,
si se hubiesen propiciado caminos de diálogo y de respeto a la pluralidad…
Y para
acabar, pido al Señor, Padre de misericordia, que derrame sobre todos nosotros
su Espíritu, para que «nuestra Iglesia sea, en medio de nuestro mundo dividido
por las guerras y discordias, instrumento de unidad, de concordia y de paz».
Les he
expuesto muchas discrepancias pero les aseguro que esas discrepancias no son
suficientes para quebrar por mi parte la comunión eclesial con que a pesar de
todo y por encima de todo nos mantiene unidos el Espíritu de Jesús, el Señor.
Atentamente,
en el Señor.
Pere Codina Mas,
sacerdote claretiano.
sacerdote claretiano.
Barcelona, 28 de octubre de 2012
[1] En las leyes y disposiciones diversas que concretaban el principio
referido, se especificaba que solo «gente de Cataluña o que nacionalizasen
catalanes» podían ostentar cargos religiosos.
[2] Esto era a principios des
siglo xx. A finales del mismo
siglo, a mediados de los años noventa, y concretamente en el período que siguió
al Concilio Provincial Tarraconense, volvíamos a escuchar la misma música:
«desde Madrid» y de forma machacona se acusaba de «nacionalistas» a los obispos
catalanes, sin que a día de hoy quede claro qué entendían por «nacionalistas»
quienes los tachaban de tales... Porque colgar el mismo «sambenito» a los
obispos, y también a Montilla o a Carmen Chacón
resulta, por lo menos, chocante… y plantea serios interrogantes sobre
les criterios de los analistas o analizadores…
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